Elegir un camino, si conviene mas tomar el subte acá o caminar cuatro cuadras más para enganchar un colectivo.
Elegir si comer un plato de suculentas pastas o una sencilla ensalada.
Elegir si dormir 5 minutos mas o levantarse automáticamente cuando escuchamos sonar ese maldito despertador.
Elegir el color de la ropa interior, de las medias, de la remera, la camisa y la bufanda.
Elegir una palabra para empezar un texto y otra para terminarla.
Elegir una nota musical mas aguda para llevar la canción al estribillo, o una note tenue para mantener el clima.
Esa cotidianeidad se rompe al momento de querer elegir cuando el universo (o dios) son los que eligen por nosotros. Cuando los caminos complotan, la inspiración no llega, el tren (o subte tampoco) y el viaje se vuelve asfixiante.
Hay otras elecciones, las cuales no son tan sencillas y en las que Dios nos hace pensar que tenemos opción de elegir. Esas son las oportunidades en las que preferiría ser un niño, tener esa confianza ciega en el camino, entregarme al viento y al tiempo y escuchar la canción que me entregue la energía y el aliento para seguir.
Elijo arriesgarme, elijo quedarme.
Elijo encerrarme, elijo entregarme.
Elijo jugar al juego divino,
Elijo ver el camino,
Elijo cerrar los ojos, sentir el viento en mi cara…
Elijo arriesgarme,
Elijo subirme al subte, en el primer vagón, primer asiento, y pegar mi rostro contra el vidrio. Entregarme al destino desconocido del túnel y querer llegar al final, ver las luces verdes y rojas, los caños que se comienzan a tomar vida alrededor del túnel como si fueran grandes tentáculos de un gran pulpo o serpientes gigantes…
Quiero sentir eso que siente un niño, no sentir ese tiempo que agobia, agobia y no permite dejar al corazón y a la razón complotar con el universo para tomar la mejor decisión.
Hoy elijo quedarme
(aunque duelan un poco algunas las heridas)
Mañana, me entregaré al viaje
y le preguntaré al universo (y al viento)
si debo como debe seguir de camino.
